#Editorial

𝐄𝐥 𝐂𝐞𝐧𝐭𝐫𝐨 𝐇𝐢𝐬𝐭𝐨́𝐫𝐢𝐜𝐨 𝐬𝐞 𝐜𝐚𝐞 𝐚 𝐩𝐞𝐝𝐚𝐳𝐨𝐬, 𝐲 𝐧𝐚𝐝𝐢𝐞 𝐩𝐚𝐫𝐞𝐜𝐞 𝐢𝐧𝐦𝐮𝐭𝐚𝐫𝐬𝐞

Tunja, una de las ciudades más antiguas de América, se derrumba ante nuestros ojos mientras las autoridades simulan que todo está bien. La situación del patrimonio inmueble del Centro Histórico es crítica, por no decir terminal. Buena parte de las casonas coloniales que componen el corazón de la ciudad están en avanzado estado de deterioro, y la posibilidad de intervenirlas o conservarlas se ha convertido, literalmente, en una fantasía impagable.

La raíz del problema es tan simple como desoladora: no hay plata. Solo la actualización del Plan Especial de Manejo y Protección (PEMP), que es el instrumento mínimo para empezar a hablar en serio sobre la protección del patrimonio, cuesta cerca de $4.000 millones. El municipio no tiene ese dinero. No lo tiene para la actualización del PEMP, mucho menos para ejecutar obras de restauración que podrían costar cientos de miles de millones. Entonces, ¿qué se está haciendo? Nada. Se deja que las casas colapsen solas, como si se tratara de un proceso natural, inevitable, sin culpables.

El marco normativo actual exige que cualquier intervención sobre inmuebles patrimoniales cumpla con estrictos requisitos de conservación. No basta con apuntalar una pared o cambiar un techo: se debe hacer una intervención completa, con técnicas tradicionales, materiales originales, asesoría especializada y permisos casi imposibles de obtener. Todo eso cuesta una fortuna. En otras palabras, hoy en Colombia conservar una casa patrimonial es un lujo que ni los propietarios ni el Estado pueden pagar.

Esta desconexión entre la norma y la realidad territorial ha generado una paradoja tan absurda como dolorosa: las reglas que pretenden proteger el patrimonio están contribuyendo a su desaparición. Ante la imposibilidad de cumplir con los requisitos y de asumir los costos, muchos propietarios prefieren dejar caer sus inmuebles antes que iniciar una obra de restauración. Y no es por desidia ni maldad. Es que el sistema actual los obliga a elegir entre la ruina o la quiebra.

A este panorama ya complejo se suma el precedente frustrante de la casa Eduardo Santos. En este inmueble histórico se invirtieron miles de millones de pesos para su restauración. La expectativa era alta: se abriría al público, se convertiría en un referente cultural, albergaría exposiciones permanentes. ¿Y qué pasó? Se abrió unas semanas durante el Festival Internacional de la Cultura Campesina 2024… y luego se cerró. Otra vez. Desde entonces, permanece como un monumento al despilfarro. ¿Cómo pueden los administradores de lo público, con tantas necesidades por resolver en los territorios, darse el lujo de invertir cifras multimillonarias en una casa que no se usa? ¿No sería más coherente darle un uso permanente?

La casa Eduardo Santos podría ser muchas cosas: la sede de una escuela de música que Tunja no tiene, un museo vivo que cuente la historia material e inmaterial de ese lugar, un centro de formación artística o un recinto de exposiciones itinerantes. Pero no: es un cascarón costoso y vacío. Y mientras eso ocurre con los inmuebles ya restaurados, los que están en ruinas siguen esperando su turno, que tal vez nunca llegue.

Lo más grave de todo es que no existe un plan. Ni para la actualización del PEMP, ni para la recuperación progresiva de los inmuebles, ni para definir qué uso tendrán las casas que logren salvarse. La restauración, cuando ocurre, no viene acompañada de un proyecto de sostenibilidad. Y así es como terminamos gastando miles de millones para revivir un bien que en meses vuelve a ser invisible para la ciudadanía.

La preservación del patrimonio no debería ser un capricho romántico, sino una estrategia integral de desarrollo. Pero para eso, se necesita voluntad política, recursos reales, y sobre todo, una actualización normativa urgente que entienda las condiciones económicas de los territorios. No podemos seguir aplicando las mismas reglas de Cartagena o Bogotá en ciudades como Tunja, donde el presupuesto no alcanza ni para tapar huecos.

La historia de Tunja está escrita en sus piedras, en sus balcones de madera, en sus muros de adobe. Si dejamos que esas casas se caigan, no solo perdemos edificios: perdemos memoria, identidad, sentido de pertenencia. Y lo peor es que estamos perdiendo todo eso no por ignorancia, sino por la imposición de normas absurdas y el desgobierno permanente.

El tiempo se agota. Si no se actúa ya, con sensatez, con estrategia, con visión a largo plazo, Tunja se convertirá en una postal del pasado: bonita en fotos viejas, irreconocible en la vida real. Y cuando eso ocurra, no habrá discurso, ni ley, ni plan que nos devuelva lo que dejamos caer por negligencia, indiferencia y desidia institucional.

#Opinión #Política #Boyacá

𝐃𝐞𝐦𝐨𝐜𝐫𝐚𝐜𝐢𝐚 𝐲 𝐜𝐨𝐧𝐭𝐫𝐨𝐥 𝐩𝐨𝐥𝐢́𝐭𝐢𝐜𝐨 𝐞𝐧 𝐁𝐨𝐲𝐚𝐜𝐚́, 𝐮𝐧𝐚 𝐟𝐚𝐫𝐬𝐚 𝐦𝐚𝐥 𝐦𝐨𝐧𝐭𝐚𝐝𝐚

𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂

La democracia en Boyacá es de juguete. Es una pantomima. Un decorado frágil sostenido por burócratas de bolsillo, caudillos regionales y un aparato institucional que simula control político con aplausos ensayados y debates que no debaten nada. Así quedó demostrado, una vez más, el pasado 24 de julio en la Asamblea de Boyacá, donde se anunció con bombos y platillos una sesión de control político al gerente de la empresa mixta Tierrasua, John Ernesto Carrero Villamil. Anuncio que, de forma tan sospechosa como reveladora, fue borrado de las redes sociales de la Asamblea antes de que iniciara la sesión.

¿Control político? Nada más alejado de la realidad. Lo que hubo fue una amable charla con café servido al gusto del invitado. En pleno desarrollo de la sesión, el presidente de la Corporación, John Alex López Mendoza, se encargó de “aclarar” que no se trataba de una citación formal sino de una simple invitación a conversar sobre los asuntos de Tierrasua. La bancada de oposición, que venía solicitando un verdadero ejercicio de control, se enteró sobre la hora que el supuesto debate se realizaría el 24 de julio, pese a que, según sus propias versiones, este estaba previsto para la semana siguiente.

Desde el oficialismo, los diputados alegaron que no existía ningún control político programado, amparándose en un calendario previamente aprobado, dicen ellos, por la propia oposición. La confusión no es gratuita, ni casual. Es parte del guion premeditado de una democracia que funciona como parodia: se simulan procesos, se manipulan agendas y se escenifican debates sin posibilidad de incomodar a los aliados del poder.

Mientras el oficialismo aplaudía y criminalizaba la retirada del recinto por parte de la oposición, Carrero Villamil se paseaba cómodo por la sesión, con una presentación vacía, llena de tecnicismos irrelevantes y absolutamente alejada de los cuestionamientos reales que enfrenta Tierrasua. Su gran aporte fue enseñar a los asistentes cómo buscar contratos en Secop II, ignorando por completo el hecho de que a esta empresa se le han asignado a dedo contratos multimillonarios sin que exista una competencia abierta y real. Nadie le preguntó por qué el convenio de 25 mil millones para el reparo de la malla vial de Tunja, anunciado hace más de cuatro meses por el gobernador Carlos Amaya y el alcalde de Tunja, Mikhail Krasnov, aún no ha sido firmado. Nadie. Ni una sola pregunta sobre este tema crucial.

¿Más allá de la legalidad de la que goza la figura bajo la que se conformó la empresa Tierrasua, cómo puede ser justificable una empresa mixta cuya mayoría accionaria pertenece al Ideboy, instituto adscrito al gobierno departamental, y el resto a sindicatos de la misma entidad? Tal vez la figura sea legal, pero el uso que se le da es perverso. Permite evadir controles políticos, acceder a contratos sin licitación y blindarse de la vigilancia ciudadana. Eso no es eficiencia institucional, es un montaje para burlar la transparencia. Y cuando alguien se atreve a señalarlo, contratistas y bodegueros del poder responden con insultos, burlas y matoneo digital. López Mendoza, en lugar de ejercer un liderazgo democrático, ha optado por llevar a la Asamblea a un nivel aún más bajo, en el que los debates se desvían para discutir el color de un saco, mientras la corrupción navega tranquila bajo la alfombra institucional.

La sesión del 24 de julio no fue otra cosa que un show inútil. Y lo peor es que se pagó con recursos públicos. Como si no fuera suficiente, al final, el gerente de Tierrasua recibió el habitual y acostumbrado vitoreo, de parte de los diputados del oficialismo, por su presentación vacía, sin que nadie lo incomodara con preguntas serias. Ni una sola respuesta sobre las verdaderas denuncias, sobre la falta de competencia, sobre los beneficios concretos (si es que existen) de asignar a dedo contratos de obra pública tan grandes a una sola empresa.

Si Carrero Villamil está tan dispuesto a dar la cara y contar la verdad, como aseguró en la sesión, entonces que no haya reparo alguno para que comparezca nuevamente, en una verdadera sesión de control político, como debe ser. Y que esta vez no se manipule la agenda, no se silencien las voces críticas y no se les pague a los diputados por aplaudir como focas amaestradas.

Sí, es cierto que la bancada de oposición cometió un error al retirarse. Su presencia habría permitido conocer más detalles y hacer preguntas directas. Pero más grave aún es la forma en que el oficialismo ha reducido a la Asamblea a un escenario decorativo, donde todo se aprueba sin discutir, sin exigir cuentas, sin ejercer la mínima vigilancia.

¿Y el Concejo de Tunja? Otro ejemplo del mismo sainete. Este Concejo, al igual que los anteriores, ha sido sumiso con el alcalde de turno. Lo ha sido tanto como lo fue el del anterior periodo con Alejandro Fúneme, y el del anterior con Pablo Cepeda. Le aprueban absolutamente todo, sin discusión, sin contrapreguntas, sin responsabilidad. Y cuando se citan a funcionarios claramente cuestionables, incompetentes, o corruptos, como ha ocurrido y se ha comprobado en medio de controles políticos, los debates no concluyen en nada. Así, el Concejo de Tunja no pasa de ser un relleno institucional que cuesta millones al erario y que no sirve para nada.

La burocracia en Boyacá es enorme. La democracia es diminuta. Mientras sigamos premiando el clientelismo, aplaudiendo los shows sin sustancia y criminalizando la oposición, este departamento no tendrá una democracia real. Solo un teatro caro, montado para que todo parezca normal, mientras el poder sigue siendo ejercido sin control, sin límites y sin vergüenza, desmoronando la escasa credibilidad que aún existe en las instituciones.

#Editorial

¿𝐄𝐯𝐢𝐭𝐚𝐫 𝐓𝐮𝐧𝐣𝐚? 𝐋𝐚 𝐢𝐫𝐫𝐞𝐬𝐩𝐨𝐧𝐬𝐚𝐛𝐢𝐥𝐢𝐝𝐚𝐝 𝐝𝐞 𝐮𝐧 𝐩𝐞𝐫𝐢𝐨𝐝𝐢𝐬𝐦𝐨 𝐬𝐢𝐧 𝐜𝐨𝐧𝐭𝐞𝐱𝐭𝐨

El pasado 11 de julio, el medio de comunicación Portafolio publicó una nota titulada “Los 7 lugares de Boyacá que no vale la pena visitar según la inteligencia artificial”. En dicha publicación, Tunja fue estigmatizada por su supuesta inseguridad. El artículo, además de ser superficial y prejuicioso, omite datos objetivos y proporcionalmente reveladores sobre la verdadera situación de seguridad en la capital boyacense. Hagamos un ejercicio riguroso: comparemos las cifras.

En lo corrido de 2025, según cifras de la Policía Metropolitana de Tunja, se han registrado 623 hurtos a personas en el área metropolitana. Si tenemos en cuenta que en Tunja viven aproximadamente 200 mil personas, esto equivale a 311.5 hurtos por cada 100 mil habitantes. Mientras tanto, en Bogotá, con una población cercana a los 10 millones de habitantes, la Secretaría Distrital de Seguridad ha reportado 64.704 hurtos a personas, lo que representa 647 hurtos por cada 100 mil habitantes. Es decir, Bogotá duplica proporcionalmente a Tunja en este delito.

Respecto al hurto a residencias, Tunja ha registrado 114 casos en 2025, lo que representa 57 por cada 100 mil habitantes. Bogotá, por su parte, reporta 2.959 hurtos a residencias, equivalente a 29.6 por cada 100 mil habitantes. Aquí Bogotá muestra una mejor proporción, pero el contexto urbano de cada ciudad y su dinámica de ocupación residencial deben tenerse en cuenta para una lectura integral.

En cuanto al hurto a comercio, Tunja presenta 71 casos, es decir, 35.5 por cada 100 mil habitantes, mientras que Bogotá registra 3.795, que representan apenas 38 hurtos por cada 100 mil habitantes. Las cifras son similares proporcionalmente.

Sobre el hurto de automotores, Tunja presenta 27 casos (13.5 por cada 100 mil), mientras que Bogotá alcanza los 3.510, lo cual da una proporción de 35.1 por cada 100 mil habitantes. En este rubro, Bogotá casi triplica la tasa tunjana.

En cuanto a lesiones personales, Tunja ha registrado 642 casos, lo que equivale a 321 por cada 100 mil habitantes. Bogotá registra 9.255, equivalente a 92.5 por cada 100 mil. Tunja presenta una tasa notablemente más alta en este delito.

Finalmente, en homicidios, Tunja reporta 3 homicidios en lo corrido del año, es decir, 1.5 homicidios por cada 100 mil habitantes, mientras Bogotá reporta 575 homicidios, lo que equivale a 5.75 por cada 100 mil. Bogotá casi cuadruplica a Tunja en esta tasa.

Estos datos muestran una realidad compleja, pero muy distante del enfoque sensacionalista que ‘Portafolio’ quiso vender. De hecho, el redactor de la nota parece haber sido víctima de la pereza, el facilismo y la mediocridad, induciendo a la inteligencia artificial a obtener una respuesta forzadamente negativa. La misma herramienta, si se le pregunta correctamente, puede entregar una lista de los siete lugares más recomendados para visitar en Boyacá o en cualquier otra parte del mundo.

Llama la atención que este medio de comunicación no ha dedicado publicaciones similares a destinos de otros departamentos. Además, emplea estigmas del pasado, como la violencia paramilitar del Magdalena Medio en los años 90 o la masacre en el Páramo de La Sarna a principios de este siglo, para pintar escenarios actuales con tintes históricos descontextualizados. También señala las zonas montañosas con riesgo de deslizamientos como si Boyacá fuera el único lugar en Colombia con esta problemática. ¿Dirá ‘Portafolio’ lo mismo de Villavicencio, cuya vía principal permanece cerrada por días, semanas o incluso meses a causa de derrumbes todos los años?

El artículo critica el turismo masivo en Villa de Leyva, Ráquira, Tota, Cuitiva y Moniquirá, culpando a los municipios por un fenómeno que ocurre en todo el país y con mayor impacto en ciudades como Cartagena, Santa Marta o Medellín. Igualmente absurda es la referencia a vías rurales “remotas y sin supervisión oficial”, siendo que Boyacá, por su cercanía a Bogotá, cuenta con uno de los mejores coberturas de presencia institucional del país. Y por si fuera poco, se estigmatiza a Cómbita basándose en una publicación de Reddit, lo cual raya en el absurdo periodístico.

El uso de inteligencia artificial no es malo en sí mismo. De hecho, puede ser una herramienta poderosa para mejorar la productividad y el desarrollo profesional. Pero utilizarla de manera vaga y perezosa, como lo hizo este medio, solo puede producir resultados lamentables. Escudarse en que “la inteligencia artificial lo dijo” es una salida cobarde para justificar una publicación superficial, imprecisa y mediocre.

Esta nota confirma la crisis ética del oficio periodístico. En un intento por ganar clics fáciles, Portafolio abandona el rigor que debería caracterizar a un medio especializado en economía y se aleja cada vez más de referentes serios como La República o Valora Analitik. A la Casa Editorial El Tiempo debería avergonzarle contratar a personas que reducen su labor a escribir una pregunta para una IA y luego copiar y pegar la respuesta sin ningún tipo de análisis o contraste con la realidad.

En lugar de advertir sobre “barrios peligrosos” en Tunja, lo que realmente hay que evitar son publicaciones tan poco profesionales como esta. Porque si algo debería envidiarle Bogotá a Tunja es precisamente su seguridad. Mientras en la capital roban a plena luz del día incluso en los barrios más exclusivos, en Tunja aún se puede salir por la noche sin temor a ser víctima de un delito. Es una de las capitales más seguras del país y no merece ser blanco del desprecio gratuito de una redacción negligente.

#Opinión #Tunja

𝐄𝐥 𝐚𝐥𝐜𝐚𝐥𝐝𝐞 𝐪𝐮𝐞 𝐡𝐢𝐳𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐣𝐮𝐬𝐭𝐢𝐜𝐢𝐚 𝐮𝐧 𝐞𝐬𝐩𝐞𝐜𝐭𝐚́𝐜𝐮𝐥𝐨 𝐚 𝐬𝐮 𝐦𝐞𝐝𝐢𝐝𝐚

𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂

El pasado jueves 17 de julio, el país volvió a presenciar una tragicomedia judicial, protagonizada, cómo no, por Mikhail Krasnov. La Sección Quinta del Consejo de Estado tenía todo listo para decidir la nulidad de su elección como alcalde. Sin embargo, en un acto que bien podría catalogarse como una oda a la dilación, el asunto no pasó del umbral del trámite. No hubo sentencia. No hubo justicia. Solo una nueva función del espectáculo que Krasnov ha montado con descaro sobre los hombros de un Estado Social de Derecho convertido en su circo personal.

Y es que, como si de una coreografía orquestada con precisión se tratara, a ese alto tribunal comenzaron a llegar, uno tras otro, oficios, memoriales, recursos, pataletas, escritos de última hora, algunos firmados por su defensa, otros por sus amigos y seguramente otros más por su nutrida legión de contratistas; con el único objetivo de estirar la cuerda del proceso hasta su límite más absurdo. Ya lo habían hecho dos días antes con otro “bombardeo” de peticiones. La idea era clara: forzar una suspensión, dilatar el fallo, comprar tiempo.

Porque a Krasnov no lo defiende el derecho, lo defienden la estrategia, el show y la desfachatez. Y no es la primera vez: lleva más de año y medio evadiendo una decisión judicial que, tarde o temprano, lo sacará del cargo. En ese lapso ha cambiado de abogado tres veces, ha decidido ejercer su defensa personalmente, a pesar de las advertencias del Tribunal Administrativo de Boyacá de que eso no era procedente, y ha recusado a cuanto magistrado se ha cruzado en su camino. ¿La estrategia? Desgastar el sistema, burlarse del debido proceso, convertir la justicia en un objeto de manipulación y cansancio.

Y como si la escena no fuera suficientemente grotesca, la jornada del 17 de julio vino aderezada con una falsa noticia sobre su supuesta salida, basada en una sentencia filtrada, de procedencia turbia, y plagada de errores. Algunos medios, irresponsablemente o deliberadamente, cayeron en la trampa. Otros se prestaron para fortalecer el libreto de victimización de Krasnov: un personaje que ha hecho de su presunta inocencia un acto teatral, digno de un premio a la hipocresía.

Horas después, fiel a su estilo, apareció en redes sociales. Esta vez no para hablarle a la ciudadanía con argumentos, sino para interpretarse a sí mismo como mártir. Afirmó, entre sollozos digitales, que no se le juzgaba por corrupción, sino por haber sido un simple docente. Pero obvió lo fundamental: ocupar un cargo público dentro del año anterior a una elección está prohibido por ley. Y si se lanza sabiendo que la norma se lo impide, eso no es ignorancia: eso es un acto corrupto. Así de sencillo.

El cinismo no termina ahí. En el mismo video, Krasnov se despacha con una afirmación aún más delirante: que si la justicia decide que debe irse, él se va “con mucho gusto”. ¡Qué generosidad! ¡Qué entrega al orden institucional! El problema es que sus actos contradicen sus palabras: ha hecho todo lo posible, y algo más, para evitar que eso ocurra. Ha sido el alumno estrella de la cátedra de la dilación malintencionada, el campeón olímpico del entorpecimiento judicial. Dice que aceptará la decisión de la justicia, pero en la práctica, la ha saboteado sistemáticamente.

Peor aún: mientras intenta fingir decencia, se le acumulan los actos cuestionables. ¿Cómo justificar, por ejemplo, la adjudicación a dedo de un contrato de actualización catastral por más de 9.900 millones de pesos, cuando ni siquiera cubrirá la totalidad del municipio, como exige la ley? ¿Qué sentido tiene firmar ese contrato multimillonario de forma exprés si no es para favorecer a alguien? Y ni hablar del otro contrato, también por adjudicación directa, por 9.200 millones de pesos para la logística de eventos del municipio. ¿Eso no es corrupción? ¿No son estos actos los que él jura que no ha cometido? ¿No son esos actos los de la clase política de siempre?

Tunja ha caído en las garras de uno de los manipuladores más hábiles de su historia reciente. Un hombre que ha hecho del victimismo una estrategia, de la mentira una herramienta de gestión, y de la justicia, un instrumento de cooptación. Y lo más grave: lo ha hecho a la vista de todos, sin vergüenza, con la complicidad de contratistas, perfiles falsos en redes sociales y fanáticos que repiten como loros que “ha arreglado calles”. Calles que, por cierto, no duran más de dos meses en buen estado, como lo evidencian las fisuras de la Avenida Universitaria, la Avenida Olímpica, la Carrera 15 o la Calle 17. Reparaciones hechas al peor estilo de Alejandro Fúneme: con bulto de cemento y cámara en mano.

Aún más ridículo es que sus defensores, muchos de ellos aferrados a un contrato con la Alcaldía, no son capaces de nombrar un solo proyecto de gran impacto que tenga esta administración. Simplemente porque no existe. No hay una gran obra, no hay un gran plan, no hay una gran idea. Solo propaganda y pantomima.

Y qué decir de las supuestas denuncias contra la administración anterior, tantas veces anunciadas y nunca vistas. Pura pirotecnia electoral. Ni una sola llegó a concretarse. Como todo en su gobierno: humo, espejos, circo y carreta.

Ahora bien, el argumento más patético de todos es el de la legitimidad por elección popular. “El pueblo habló”, dicen. Pero Colombia no es un Estado de opinión, es un Estado Social de Derecho. Y en un Estado Social de Derecho, incluso el más popular debe someterse a la ley.

Mikhail Krasnov dice que le han violado el debido proceso. Pero en realidad, ha sido él quien ha violado sistemáticamente ese principio, torciéndolo a su antojo, retorciéndolo hasta desfigurarlo. Ha usado la tutela, un mecanismo noble, para proteger privilegios personales, no derechos fundamentales. Ha llenado los despachos de memoriales insustanciales para trabar los términos. Ha jugado con la institucionalidad como quien juega con una pirinola: girándola hasta el cansancio, hasta que colapse.

Y mientras tanto, la ciudad espera. Espera que se le devuelva el rumbo, que se deje de improvisar, que se gobierne de verdad. Pero eso no va a ocurrir con un hombre que vive por y para el poder, y que está dispuesto a hacer todo, absolutamente todo, para no soltarlo.

La nulidad de su elección es inminente. Que no se equivoquen sus fieles escuderos. Lo de este 17 de julio fue solo una prórroga vergonzosa. El final está escrito. Y cuando ocurra, no será persecución, ni venganza, ni censura. Será justicia. La misma que Krasnov ha intentado burlar desde el día uno.

#Opinión #Nación

𝐑𝐞𝐯𝐞𝐫𝐬𝐚𝐫 𝐞𝐥 𝐝𝐞𝐭𝐞𝐫𝐢𝐨𝐫𝐨 𝐜𝐮𝐥𝐭𝐮𝐫𝐚𝐥

𝑷𝒐𝒓: 𝑪𝒂𝒓𝒍𝒐𝒔 𝑨. 𝑽𝒆𝒍𝒂́𝒔𝒒𝒖𝒆𝒛-𝑪𝒓(𝒓) 𝒅𝒆𝒍 𝑬𝒋𝒆́𝒓𝒄𝒊𝒕𝒐 𝑵𝒂𝒄𝒊𝒐𝒏𝒂𝒍 𝒅𝒆 𝑪𝒐𝒍𝒐𝒎𝒃𝒊𝒂

Antes del actual gobierno ocurrieron grandes escándalos de corrupción que afectaron sensiblemente la legitimidad de los poderes del Estado: el proceso ocho mil, la llamada parapolítica, el caso Odebrecht, el caso de “centros poblados” golpearon a los poderes ejecutivo y legislativo. El “cartel de la toga” a las altas cortes de justicia. El paramilitarismo y los “falsos positivos” a la Fuerza Pública en general y al Ejército en particular.

Dicho lo anterior es impreciso describir el asunto como corrupción generalizada porque ha habido y aún hay funcionarios honestos y cumplidores del deber, pero las “manzanas podridas” han ido en aumento incluyendo a los más altos niveles de autoridad. Y si algunos creyeron que con el gobierno del “cambio” la corrupción iba a detenerse o al menos disminuir, se defraudaron pues debido a la contextura moral del gobierno Petro y al desorden e incompetencia de su accidentada gestión, el problema se ha agravado. No es sino traer a colación el desvío de recursos de la UNGRD destinados a atender emergencias de los colombianos más vulnerables cuyo desenlace está aún en desarrollo, pero que ya tiene altos funcionarios tras las rejas y otro huyendo de la justicia. Y ¿cómo catalogar los desvaríos ético-legales y los constantes desatinos e insultos del presidente de la República, otros funcionarios y sus seguidores en las redes sociales? Lo cierto es que se ha venido conformando un ambiente de deslegitimación gubernamental y deterioro cultural que urge reversar con el próximo gobierno.

Afortunadamente la realidad dicta que dicha deslegitimación no ha desembocado en la inviabilidad del Estado porque frente a los desafueros del ejecutivo los otros poderes han cumplido su deber y ha habido acciones provenientes de congresistas, fiscales y jueces cumplidores de sus deberes, de la Procuraduría e incluso de la Contraloría que han restaurado en cierto grado la legitimidad estatal. Además, cuando los medios de comunicación informan bien al respecto, promueven la necesaria sanción social.

Sin embargo, el punto a destacar es que si no se ha detenido la ocurrencia de los escándalos es porque no se ha llegado a las raíces del problema para encontrar soluciones más efectivas. Los funcionarios públicos que actúan antiéticamente y/o delinquen tienen mayor responsabilidad social por sus faltas y hay que sancionarlos drásticamente, pero ellos provienen de las mismas entrañas de nuestra sociedad que los elije o acepta su nombramiento, lo cual quiere decir que el problema es más amplio, es de la cultura dominante.

Hoy día quienes que no vean una raíz de índole ético moral en los distintos tipos de corrupción están equivocados y seguirán buscando soluciones atacando solo las consecuencias. Entonces tenemos que hablar de una ostensible crisis ético moral en la cultura dominante en nuestra sociedad. Es que esta cultura no sabe proponernos la respuesta a interrogantes tales como ¿Cuáles son los mejores medios para alcanzar el fin de una vida lograda? ¿En qué consiste una vida lograda? Por ejemplo, ¿Qué respuesta le habrán dado a estos interrogantes- si se los formularon- no solo los altos funcionarios corruptos encarcelados, sino también los jóvenes que participaron en el vil atentado a Miguel Uribe? ¿Han pensado en esto quienes en las redes sociales son incapaces de compadecerse por el sufrimiento de la familia de Diana Turbay, sino que llegan a pensar que los partes médicos, los reportajes y las plegarias son pruebas de un complot? Las raíces del problema no están tanto en que los altos funcionarios, los adolescentes homicidas o varios “influencers” desconozcan el bien común, sino en que es la sociedad la que es incapaz de establecerlo como una realidad objetiva, superior a nuestros intereses particulares.

Ahora bien, si hablamos de un problema cultural tenemos que mirar en primer lugar hacia la educación tanto en las familias como en los centros educativos. Y en esto observamos que el modelo educativo preponderante tiende a formar personas para el éxito en la sociedad capitalista, para conseguir dinero, disfrutar del placer y tener poder. Y sus resultados están a la vista: corrupción, falta de fortaleza para superar fracasos, egoísmo e incapacidad para emprender proyectos comunes. No estamos formando gente dispuesta a trabajar por el bien común, que combata la inequidad social, personas de conducta recta, austeras y solidarias.

Así pues, el gran desafío de la educación es, ante todo, formar la mente y el corazón de las nuevas generaciones para atender las grandes necesidades de la sociedad, para reparar el tejido social de la inequidad, la violencia, la corrupción y la injusticia, y para soñar con un futuro mejor. Urge pues reversar el deterioro cultural.

#Editorial

𝐓𝐮𝐧𝐣𝐚 𝐫𝐞𝐪𝐮𝐢𝐞𝐫𝐞 𝐝𝐞 𝐜𝐮𝐞𝐧𝐭𝐚𝐬 𝐜𝐥𝐚𝐫𝐚𝐬 𝐬𝐨𝐛𝐫𝐞 𝐥𝐚 𝐂𝐚𝐥𝐥𝐞 𝟓𝟗

En Tunja, las obras públicas tienen una costumbre particular: comienzan con promesas rimbombantes, atraviesan laberintos de confusión y terminan costando tres o cuatro veces lo anunciado, sin que nadie se responsabilice de nada. La construcción de la Calle 59 entre la Avenida Universitaria y la Carrera 2 Este es, hoy por hoy, el ejemplo perfecto de este vicio crónico en la administración pública local: una obra nacida sin planeación, ejecutada sin transparencia y comunicada con engaños.

El pasado 21 de marzo, el gobernador d Boyacá, Carlos Amaya Rodríguez, y el alcalde de Tunja, Mikhail Krasnov, en un acto simbólico y protocolario, anunciaron la adición de más de 5.100 millones de pesos para finalizar el proyecto. En redes sociales de la Alcaldía se dijo que la Calle 59 “ya era una realidad”. Pero la realidad, la verdadera, es que en esa misma rueda de prensa el propio alcalde reconocía que la obra estaría culminada en tres o cuatro meses.

La mentira, en este caso, fue deliberada. Decir que algo ya es una realidad cuando falta por construir parte de una calzada y un puente, y cuando ni siquiera se han adquirido legalmente los predios sobre los que se ejecutó la obra, es un intento burdo de manipular la opinión pública. Se quiso pintar una postal de eficiencia y cumplimiento, cuando lo que tenemos es una obra sumida en incertidumbre.

Porque sí, el municipio construyó sobre cinco predios que no le pertenecen. Lo hizo amparado en una figura arriesgada: un préstamo temporal con compromiso de compra futura. A día de hoy, no se sabe cuánto costará esa compra. Lo que sí sabemos es que el avalúo se hará una vez terminada la obra, es decir, cuando el valor de esos predios se haya disparado gracias a la misma intervención pública. En otras palabras, la ciudad construye, valoriza, y luego paga más. ¿A quién beneficia eso? A los dueños de los predios, evidentemente. ¿A quién perjudica? A todos los tunjanos.

Durante la reciente socialización, ante el Concejo Municipal, del proyecto mediante el cual se busca autorizar al Alcalde para que adquiera estos predios por enajenación voluntaria o por expropiación, sesión que debía servir para aclarar dudas y transparentar cifras; no se dijo absolutamente nada concreto. No se informó cuánto costarán los predios. No se detalló la fecha final de entrega. No se explicó, con rigor, de dónde saldrán los recursos para financiar estas adquisiciones. Eso sí, en la presentación utilizada como guía para la socialización, se proyectó una cifra de 26.000 millones de pesos por los cinco predios. Una cifra que, aunque se haya dicho que no es definitiva, no aparece por arte de magia en una presentación institucional, sino que ha de obedecer a un criterio. Si está allí, algo representa. Pero ni un solo concejal se atrevió a cuestionarla. Silencio total.

Y por si fuera poco, se dijo a los concejales que el dinero para adquirir esos predios provendrá de los mismos 5.100 millones de pesos anunciados en marzo. ¿Cómo es posible que esos recursos sirvan, al mismo tiempo, para construir el puente faltante y para comprar terrenos que podrían costar cinco veces más que el monto disponible? Algo no cuadra. Nada cuadra.

Hagamos cuentas. La Calle 59 fue anunciada con un presupuesto inicial de 4.017 millones de pesos. Luego se le sumaron 4.500 millones que iban a ser destinados a la Calle 53. Más tarde, llegaron los 5.100 millones de adición anunciados en marzo. En total, hablamos de cerca de 13.500 millones, y a eso habría que sumar el costo de los predios si es que los 5.100 millones adicionados recientemente no alcanzan.

¿Quién responde por esto? ¿Quién autoriza que se construya sin adquirir predios? ¿Quién vigila que los avalúos no se disparen en beneficio de unos pocos? ¿Quién defiende el bolsillo de la ciudad?

No se trata de tecnicismos. Se trata de una falta de planeación descomunal, heredada de la administración de Alejandro Fúneme González, que impulsó una obra sin tener la tierra, sin calcular el impacto financiero, y sin prever que Tunja no está para tirar la plata. La actual administración, en lugar de corregir el rumbo y exigir cuentas claras, ha optado por la opacidad y la propaganda.

Y mientras tanto, otras zonas de la ciudad claman por intervención vial. Zonas donde, seguramente, no habría sido tan complicado adquirir los terrenos. Pero no. Aquí se prefirió complicarse, o beneficiar a alguien, quién sabe; construyendo en donde resultaba más complejo, comprometiendo recursos que ni siquiera se sabe si existen.

La Calle 59 no es una realidad. Es un monumento a la improvisación. Los ciudadanos no saben cuánto costará finalmente. No saben cuándo se entregará. No saben de dónde saldrá la plata para los predios. Lo único que saben es que ya les están cobrando, como siempre, con sus impuestos y su paciencia.

#Opinión #Tunja #Política

𝐊𝐫𝐚𝐬𝐧𝐨𝐯: 𝐞𝐥 𝐬𝐞𝐩𝐮𝐥𝐭𝐮𝐫𝐞𝐫𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐜𝐚𝐦𝐛𝐢𝐨 𝐞𝐧 𝐓𝐮𝐧𝐣𝐚

𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂

Por años, Tunja vivió bajo el dominio de administraciones mediocres, incompetentes y corruptas. La ciudadanía, harta de los clanes de siempre, soñaba con una renovación política real, con un gobierno encabezado por alguien sin ataduras con la vieja clase política, alguien con principios. Entonces apareció Mikhail Krasnov: un nombre extranjero, una historia atípica, y una narrativa que prometía regeneración moral. Venía de fuera, no solo de los partidos tradicionales, sino incluso del ejercicio mismo de la política. Para muchos, era la prueba de que sí se podía. Hoy, año y medio después, esa ilusión yace enterrada. Y sobre su tumba se levanta la lápida del desencanto: Krasnov no solo traicionó su promesa, sino que sepultó para siempre la posibilidad de que una persona decente y del común pueda aspirar, con credibilidad, a gobernar esta ciudad.

Krasnov llegó al poder ondeando las banderas del cambio, prometiendo limpiar la política tunjana con la fuerza de la indignación ciudadana. Hizo campaña con un discurso antisistema, asegurando que su falta de experiencia política era, en realidad, su mayor virtud. Se presentó como el antídoto a décadas de clientelismo, componendas y politiquería. Pero no pasó mucho antes de que el barniz de la novedad se resquebrajara. Bastaron unos días en el poder para que empezara a “pelar el cobre”. Las promesas de limpieza se disolvieron en la maraña de la corrupción, y las banderas de la ética terminaron arrugadas en la gaveta de los favores políticos.

Hoy Tunja presencia, con estupor, cómo aquel outsider se convirtió en un profesional de la trampa, un artesano de la artimaña. Los escándalos no son esporádicos; son sistemáticos. No son aislados; son estructurales. Su gobierno ha sido una seguidilla de episodios bochornosos que han manchado aún más la imagen de una administración local ya históricamente golpeada por la desconfianza. Y lo más indignante es que Krasnov, en vez de desmontar los vicios de la política tradicional, los replicó... con perfección quirúrgica.

El ciudadano común que alguna vez soñó con llegar a gobernar para cambiar las cosas hoy debe callar su ambición: Krasnov convirtió su fracaso en una condena colectiva. Ahora, cualquier persona honesta y sin vínculos partidistas que intente aspirar a la Alcaldía será recibida con el escepticismo más brutal. La narrativa que tanto daño ha hecho, esa que dice que “los del común no saben gobernar”, ha sido revitalizada gracias a la ineptitud, corrupción y desvergüenza del actual alcalde. Krasnov ha arrastrado consigo la credibilidad de toda una generación de ciudadanos decentes que creyeron posible otra forma de hacer política.

Y no se diga que “no lo dejaron gobernar”. Ese argumento es un insulto a la inteligencia. A Krasnov no le ha faltado tiempo ni libertad, le ha faltado preparación, ética y carácter. Lo que le ha sobrado ha sido arrogancia y un apetito voraz por el poder y sus beneficios. Ha gobernado con la misma lógica de los caciques políticos que decía detestar: repartiendo cuotas, manoseando concejales, usando la justicia como comodín, alimentando las redes clientelares que tanto criticó. Lo suyo no fue torpeza ingenua, fue corrupción estratégica.

Para colmo, su gobierno, que se vendió como independiente, ha estado plagado de cuotas políticas, especialmente del Partido Liberal y del Partido Verde. Esa es la traición más cínica: instrumentalizar la indignación contra la politiquería para luego llenarse de ella hasta el cuello. Krasnov no combatió a los partidos tradicionales; los metió por la puerta trasera y les dio puestos, contratos y poder. Tunja pasó de ser gobernada por los de siempre a ser gobernada por un impostor que los necesitaba para sostener su castillo de naipes.

Lo verdaderamente trágico no es solo su traición individual, sino el daño que ha hecho al imaginario colectivo. Hoy la ciudad no solo está peor gobernada: está desmoralizada. El retorno de los políticos tradicionales ya no será visto como un retroceso, sino como una “corrección”. La narrativa ha cambiado: ahora se dice que es mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer. Y esa deformación de la esperanza se llama Mikhail Krasnov.

No es su nacionalidad lo que lo hizo fracasar. No es por ser ruso, colombiano o de cualquier otro lugar. Es por no tener valores, ni ética, ni sentido de pertenencia con lo público. El mal gobierno no tiene pasaporte, pero sí tiene rostro: el de quien traiciona a quienes confiaron en él.

Con Krasnov, no solo no cambió nada. Todo empeoró. La corrupción no fue erradicada, fue perfeccionada. La coacción se volvió silenciosa, el engaño se volvió norma, y la trampa se volvió política pública. A quienes luchan contra la corrupción se les intimida, se les cohíbe, se les ignora. El cambio prometido resultó ser el disfraz más pulido de lo mismo de siempre.

Mikhail Krasnov no fue el principio de una nueva era. Fue el epílogo del sueño de renovación. Tunja tardará años en recuperar la confianza en que un ciudadano honesto pueda gobernar. Y mientras tanto, los políticos de siempre, esos que esperaban agazapados, vuelven con más fuerza, con más legitimidad y con la excusa perfecta: “¿Ven lo que pasa cuando gobiernan los que no saben?”

Gracias, Krasnov. Usted no solo no fue el cambio. Fue el castigo a la esperanza.

#Editorial

𝐅𝐚𝐥𝐥𝐨 𝐢𝐧𝐦𝐢𝐧𝐞𝐧𝐭𝐞 𝐲 𝐞𝐧𝐫𝐨𝐪𝐮𝐞 𝐩𝐨𝐥𝐢́𝐭𝐢𝐜𝐨: 𝐞𝐥 𝐫𝐞𝐚𝐜𝐨𝐦𝐨𝐝𝐨 𝐝𝐞𝐥 𝐠𝐚𝐛𝐢𝐧𝐞𝐭𝐞 𝐊𝐫𝐚𝐬𝐧𝐨𝐯 𝐚𝐧𝐭𝐞𝐬 𝐝𝐞 𝐬𝐮 𝐩𝐨𝐬𝐢𝐛𝐥𝐞 𝐬𝐚𝐥𝐢𝐝𝐚

El pasado martes 1 de julio, el gobernador de Boyacá, Carlos Amaya Rodríguez, y el alcalde de Tunja, Mikhail Krasnov, protagonizaron un encuentro que, aunque anunciado con cierta pompa institucional, dejó más preguntas que respuestas. Más allá del retrato oficial compartido por las redes de la Gobernación, nada de fondo se le dijo a la ciudadanía.

El mensaje que acompañó las imágenes fue vago: “¡Trabajamos con todo el compromiso por la capital de la #BoyacáGrande ! Hoy, nos reunimos con Alcaldía Mayor de Tunja, Mikhail Krasnov, en la casa Matilde Anaray, para hacer seguimiento a los proyectos que venimos desarrollando desde la Gobernación de Boyacá. Haremos una inversión histórica para la ciudad. Por eso, seguiremos trabajando articuladamente con la Alcaldía para que las obras y programas lleguen donde más se necesitan. ¡Tunja y su gente cuentan con todo nuestro respaldo ! ¡Vamos, vamos que vamos!”. Nada más. No se nombró un solo proyecto específico, no se hizo referencia al estado de ejecución de obras como la Calle 59, ni al polémico contrato de $25.000 millones con Tierrasua. Tampoco se dio alguna confirmación sobre fechas de entrega, avances reales o gestión presupuestal. El encuentro, desde el discurso oficial, no fue más que humo institucional.

Pero lo que realmente ha encendido las suspicacias ciudadanas es el momento en que se da este encuentro: justo cuando está a punto de conocerse el fallo de segunda instancia en el proceso de nulidad de la elección de Krasnov. En ese contexto, una reunión con el gobernador Amaya, quien ha demostrado una gran capacidad para mover los hilos de la política local, no parece casual.

Más aún cuando, apenas unos días después de esa cita, se produjo un sorpresivo reacomodo en el gabinete de Krasnov. El cambio más llamativo fue la salida de Ahiliz Rojas Rincón de la Secretaría del Interior y Seguridad Territorial, una de las pocas funcionarias que venía mostrando algunos resultados concretos en su labor. Su lugar fue ocupado por David Suárez Acevedo, un nombre que no tardó en despertar suspicacias en sectores de la opinión pública, pues se le ha estado relacionando con el Partido Verde, colectividad que Carlos Amaya representa con fervor.

Todo indica que esta movida no busca mejorar el funcionamiento del gabinete de Tunja, sino preparar el terreno para lo que parece inevitable: la salida de Krasnov por vía judicial. Ante esa inminencia, Amaya habría tomado la decisión de reorganizar el gabinete tunjano a su medida, posicionando a figuras afines, que garanticen el control del Ejecutivo municipal una vez se emita la sentencia desfavorable para Krasnov.

La figura de Suárez Acevedo como posible alcalde encargado gana peso en este escenario. Su designación no es solo una jugada política anticipada, sino un claro mensaje de que Krasnov, a pesar de su retórica independiente y su supuesta resistencia a las prácticas tradicionales del Partido Verde, ha terminado cediendo ante ellas. Su discurso anticasta y su supuesto rechazo a la politiquería se diluyen ante la evidencia de que está entregando el control político de su gabinete quien sabe a cambio de qué.

Es imposible no leer este episodio como una muestra más del desgaste del discurso de la antipolítica cuando choca con los engranajes reales del poder. Krasnov ha terminado pactando con aquello que decía combatir, y Amaya, con su olfato político, ha sabido capitalizar la vulnerabilidad del Alcalde.

En definitiva, la ciudadanía sigue sin saber cuál es el verdadero estado de los proyectos en ejecución en Tunja. La Calle 59 sigue sin fecha de entrega clara. El convenio con Tierrasua permanece envuelto en sombras. Y lo único que ha quedado claro tras la reunión del martes es que el poder en Tunja se está reacomodando, no para servir mejor a la ciudad, sino para garantizar la continuidad de ciertos intereses políticos.

El silencio de la institucionalidad y la ausencia de transparencia en la comunicación no son errores fortuitos, son estrategias deliberadas. Y si algo ha quedado demostrado esta semana es que, mientras la ciudadanía espera respuestas, otros ya están escribiendo el próximo capítulo del poder a puerta cerrada.

#Opinión #Tunja

𝐅𝐮́𝐧𝐞𝐦𝐞 𝐲 𝐊𝐫𝐚𝐬𝐧𝐨𝐯: 𝐠𝐞𝐦𝐞𝐥𝐨𝐬 𝐬𝐢𝐚𝐦𝐞𝐬𝐞𝐬 𝐝𝐞𝐥 𝐩𝐨𝐩𝐮𝐥𝐢𝐬𝐦𝐨 𝐦𝐞𝐝𝐢𝐨𝐜𝐫𝐞

𝑷𝒐𝒓: 𝑫𝒂𝒏𝒊𝒆𝒍 𝑻𝒓𝒊𝒗𝒊𝒏̃𝒐 𝑩𝒂𝒚𝒐𝒏𝒂

Por más que se esfuercen en aparentar lo contrario, Mikhail Krasnov y Alejandro Fúneme González son dos gotas de la misma agua turbia. Ambos emergieron como supuestos salvadores de Tunja, y ambos han sido, en realidad, verdugos institucionales disfrazados de gerentes modernos. A uno lo vendieron como médico y gestor; al otro, como tecnócrata ajeno a las mañas de la política tradicional. Pero el balance es claro: han sido exactamente iguales en su afán de figurar, su desprecio por la planeación, su capacidad para el engaño, su amor por la puesta en escena y su profunda ineptitud para gobernar con dignidad.

Los une, por supuesto, una manía enfermiza de maquillar la realidad en redes sociales. Fúneme presumió con bombos y platillos la “inauguración” de una Unidad de Ciencias Aplicadas al Deporte que, hasta hoy, sigue sin funcionar. Krasnov, su alma gemela, ha hecho lo propio con el Coliseo San Antonio, que apenas ahora ve algo de movimiento luego de más de 15 meses de parálisis por una administración incapaz de contratar siquiera una interventoría. Aun así, en redes, el coliseo ya fue "rescatado" con filtros de Instagram y arengas prefabricadas.

Ambos mandatarios comparten un talento macabro: la manipulación emocional. Krasnov se montó en la indignación por el homicidio del domiciliario César Leonardo Torres, buscando cámaras más que justicia, como si su presencia en la pitatón fuera a reparar el fallo judicial. Lo mismo hizo en la entrega de elementos y vehículos para reforzar la seguridad: paseo en moto, y más show que sustancia. Fúneme también protagonizó una tragicomedia, con su supuesta pedagogía hacia conductores, como si eso resolviera la movilidad, cuando en realidad lo que buscaba era viralizarse.

Pero si en redes se hacen los salvadores, en la práctica han sido patronos del clientelismo. Fúneme puso al servicio de la candidatura de Ingrid Sogamoso buena parte de la burocracia municipal. Krasnov no se quedó atrás: su respaldo a Diego Sandoval en Duitama fue tan evidente como descarado, movilizando contratistas de Tunja, pagados con recursos públicos, a hacer campaña. Y nadie dice nada. El silencio cómplice es atronador.

Ambos también comparten una obsesión patológica por borrar la huella de sus antecesores, aunque no duden en apropiarse de las obras heredadas. Fúneme casi deja morir las fases 2 y 3 del Plan Bicentenario. Krasnov, por su parte, desprecia el Sistema Estratégico de Transporte Público, ignorando los estudios de miles de millones de pesos y pretendiendo empezar desde cero como si de un capricho personal se tratara.

Y qué decir de su capacidad para inflar obras mediocres como si fuesen hazañas de la ingeniería mundial. Fúneme se desvivió en elogios por el puente de Las Quintas, una estructura apenas simple. Krasnov no se quedó atrás con el polideportivo del barrio Bolívar, al que solo le dieron una manito de pintura. Lo mismo con los reparcheos de la Avenida Universitaria: pan para hoy, huecos para mañana. La historia se repite, solo cambia el filtro de la publicación.

Uno pensaría que al menos en el tema del endeudamiento habría una diferencia sustancial. Los fanáticos de Krasnov aseguran que no ha endeudado a la ciudad. Pero no lo ha hecho no por ética, sino porque no puede: Tunja ya no tiene capacidad de endeudamiento. De haberla tenido, no habría duda: el préstamo estaría firmado y evaporado. Como ocurrió con los recursos mal manejados por Fúneme.

Y si de contratos oscuros se trata, Krasnov no se queda corto. Ahí está el escandaloso contrato de logística para eventos varios por 9.200 millones de pesos, y el de actualización catastral por 9.900 millones, ambos adjudicados a dedo, sin transparencia, justo antes del fallo que definirá si se queda o se va del cargo. ¿Casualidad? No. Voracidad. La tajada por cobrar no da espera.

Sobre la actualización catastral, hay que decirlo sin rodeos: se contrató sin cubrir todos los predios del municipio, lo que muy probablemente implicará sanciones. Es decir, millones invertidos para terminar con problemas legales. Otra “jugadita” marca Krasnov.

Si Fúneme infló cifras, Krasnov las esconde. ¿Alguien sabe qué pasó con su reciente viaje a Corea del Sur? Nadie. No hay informe, no hay pronunciamiento, no hay transparencia. Al menos Fúneme mentía de frente, como aquella vez que presentó como totalmente ejecutado el proyecto de mejoramiento genético de ganado, del cual no hubo avance alguno; Krasnov prefiere el silencio opaco y la negación sistemática.

¿Y qué decir de su relación con el gobernador? Fúneme fue distante con Ramiro Barragán y eso le costó no tener obras e inversiones. Krasnov, en cambio, se ha convertido en una marioneta de Carlos Amaya, en un apéndice de sus intereses políticos, mendigando obras que aún no se concretan y anunciando convenios que no se han firmado, como los 25 mil millones prometidos para la malla vial.

Por donde se les mire, son lo mismo. Los dos sucumbieron a los encantos del poder, utilizaron los recursos públicos para sus fines personales, manipularon al Concejo Municipal hasta convertirlo en una notaría servil, cometieron errores de planeación garrafales, y han hecho del populismo digital su única estrategia de gestión. El control político ha muerto en Tunja, y Fúneme y Krasnov fueron quienes lo remataron.

A estas alturas, sostener que Mikhail Krasnov representa un modelo de gobierno distinto es simplemente ingenuo o deshonesto. El relato del “independiente” se deshizo en contratos amañados, manipulación mediática, represión informativa y clientelismo rampante. Si Fúneme González fue una tragedia, Krasnov es su secuela: una mala copia que encima se toma demasiado en serio.

Es hora de dejar atrás la fantasía de que el cambio verdadero llegó con un extranjero que hablaba bonito y prometía distinto. No hay tal. El traje nuevo del emperador es el mismo de siempre: promesas huecas, maquillaje institucional y hambre voraz por el poder. Y la ciudad, como siempre, paga los platos rotos.

#Opinión #Nación

¿𝐀𝐠𝐨𝐭𝐚𝐦𝐢𝐞𝐧𝐭𝐨 𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐝𝐞𝐦𝐨𝐜𝐫𝐚𝐜𝐢𝐚?

Debido a las tendencias a la disgregación que se observan en las sociedades occidentales- incluyendo, claro está, la colombiana-, con efectos tales como la polarización y la crispación políticas, hoy son frecuentes los artículos y libros sobre la decadencia y el riesgo de muerte de las democracias y las amenazas de los populismos. Sin embargo, en la mayoría de los autores se mantiene un consenso en cuanto que es necesario salvar la democracia, pero no coinciden en cómo hacerlo.

De cualquier manera, hace falta encontrar el modo de evitar que cualquier reajuste o nuevo sistema que pudiera reemplazar la democracia liberal, destruyese la libertad, que es su concepto básico, aunque su pasión básica sea la igualdad. Y a la vez dejar de lado la utopía igualitarista- que acaba en estatista y totalitaria- para entender la igualdad como justicia, atención al bien común y solidaridad. Lo cierto es que, por primera vez, empieza a sospecharse que el paradigma democrático está llegando a su límite, y que por tanto se pide un cambio de paradigma, pero en este cambio no está la raíz del problema.

Cambiando el paradigma se podría morigerar la tendencia a la disgregación mas no detenerla, pues la raíz del problema está en que nos hemos ido quedando sin un acervo de valores compartidos. Y toda sociedad que aspire a mantenerse en la existencia y a superar la disgregación debe lograr un consenso básico de sus miembros en torno a unos valores fundamentales. De aquí se deriva el “Acuerdo sobre lo Fundamental” del que tanto habló Álvaro Gómez H. Es que, si falta ese acuerdo en lo esencial, no hay razones para continuar juntos y la convivencia se interrumpe, sea de modo pacífico- quedando solo la coexistencia- o violento.

Alguien dirá ¿la democracia y los derechos humanos no constituyen parte de ese depósito de valores? La respuesta es no, porque la primera más que un valor es un cúmulo de procedimientos. Y sobre los derechos humanos, como no están sólidamente fundamentados, desde que se creó la actual Corte Constitucional se han presentado ante esta, no todas, pero sí varias demandas para tutelar derechos individuales que en el fondo son más bien “derechos individualistas”, es decir aquellos que se pretenden ejercer sin tener en mente el impacto sobre la sociedad, como es el caso de la despenalización del aborto que para un considerable número de personas, trasmutó en “derecho al aborto” por vacíos en su formación moral.

Dicho lo anterior y volviendo a auscultar la raíz del problema de la democracia hay que decir que no podemos exigir una transformación profunda en la sociedad si no estamos dispuestos a cuestionarnos y transformarnos primero a nosotros mismos. Vivimos en tiempos de protesta. Las calles, las redes y los espacios públicos se llenan de reclamos: pedimos gobiernos con autoridad moral, más sensatos y justos, menos corrupción, más igualdad de oportunidades para la gente del común honesta antes que para los exdelincuentes, menos propuestas impactantes, pero polarizantes por estar fuera de la realidad, como la de una papeleta para votar por una “asamblea constituyente”. Y es necesario y justo hacerlo como en nuestro caso respecto al gobierno Petro.

Sin embargo, en medio de ese clamor, solemos olvidar un elemento crucial para cualquier verdadero cambio social: la transformación comienza en el interior de cada persona. Señalar a los políticos, a las élites o a los poderosos es fácil. Pero resulta mucho más incómodo mirarnos al espejo y preguntarnos: ¿qué tanto contribuimos nosotros, con nuestras pequeñas acciones o silencios, a perpetuar los mismos problemas que criticamos? ¿Con qué autoridad moral exigimos honestidad, si normalizamos pequeñas trampas en lo cotidiano? ¿Cómo pedimos respeto e inclusión si seguimos alimentando prejuicios en nuestras conversaciones privadas? ¿Queremos justicia, pero realmente estamos dispuestos a ser justos en nuestras relaciones y en nuestras decisiones? La transformación social no ocurre por arte de magia, ni solo con marchas, elecciones o leyes. Los cambios duraderos requieren algo más profundo: coherencia. Y esa coherencia empieza en lo personal.

No se trata de soslayar la responsabilidad de quienes detentan el poder. Gobernantes, legisladores, jueces y líderes sociales deben rendir cuentas y responder a las demandas ciudadanas. Pero los verdaderos avances no se sostienen solo desde las instituciones. Necesitan una ciudadanía comprometida, coherente y consciente de su rol transformador. No podemos pretender sociedades más éticas sin cultivar la ética en nuestro diario vivir. No habrá mayor igualdad si no combatimos nuestros propios prejuicios. No alcanzaremos una democracia sólida si no participamos de manera informada y responsable.

El cambio social es una tarea común. Pero esa tarea empieza en lo individual. Porque un pueblo que exige, pero no se transforma, tiende a repetir los mismos errores que critica. Y porque ningún líder, por más carismático que sea, podrá construir una sociedad diferente si no encuentra ciudadanos dispuestos a ser parte activa del cambio, desde su conducta y sus valores. Porque exigir es necesario, pero transformarse es indispensable.